Capítulo 1. El maestro y la doncella

 

A comienzos del mes de marzo del año 1806, cambié mi residencia a un pueblecito situado en la Vega de Granada y a las faldas de Sierra Nevada. Era pequeño, pero eso es lo que buscaba, anhelaba la paz, el silencio por las noches; estaba cansado del bullicio de la capital, con tanto tránsito de comerciantes y gente. Además, había muchos jóvenes campesinos, la mayoría en edad de casarse, lo cual me beneficiaba, ya que iba a suplir al viejo maestro, don Ángel. Me favorecía, porque tenía la ilustre idea de que a la escuela debían asistir la mayor cantidad de chiquillos. Niños y niñas con ganas de aprender cosas nuevas, que no fuese solo cómo cultivar el campo o cómo recoger las aceitunas en el mes de noviembre.

No podía entender una Andalucía dominada por un analfabetismo casi total, donde los únicos que pudiesen saber leer y escribir fuesen los ricos o los tonsurados. ¿Por qué los pobres no tenían derecho a disfrutar de un libro y experimentar sensaciones que no pudiesen vivir en sus férreas vidas? Yo quería luchar contra esto, pero tenía que ser de un modo clandestino, sin llamar mucho la atención. A los señores terratenientes no los atraía la idea de que sus trabajadores supiesen escribir y leer; no podían estar al mismo nivel, tenía que haber una jerarquía, y este era el modo más sencillo de implantarla. Además, pensaba que todos estos jóvenes en edad de casarse tendrían una media de tres a cuatro niños; por lo tanto, pocos años después podrían venir a mi escuela unos treinta niños y niñas de diferentes edades, y si estos aprendían a leer y escribir cabía la posibilidad de que ellos enseñasen a sus padres y madres sin que aquello llegase a oídos de los pudientes.

Era maestro porque mi padre lo había sido, al igual que el suyo propio. Teníamos una larga tradición familiar, pues todos los varones de la familia eran o habían sido maestros. Pero esto no quiere decir que fuésemos ricos, sino al contrario: los maestros no estábamos muy bien pagados, vivíamos con una renta bastante baja. Aun así, por lo menos no teníamos que preocuparnos de dónde vivir, ya que siempre nos asignaban una casa.

Los vecinos me habían ofrecido una casona vieja, pues la anterior escuela era la casa del maestro retirado. Era una casa antigua, antaño una hospedería, cuyo dueño murió sin descendencia. Su familia había emigrado a las Américas. De este modo pasó a ser propiedad del pueblo. La casa estaba dividida en dos plantas, la primera de ellas constaba de dos habitaciones y un establo al que se accedía por un patio interior. La habitación más grande la utilizaría como aula, y la otra, un poco más pequeña, que tenía una gran chimenea, pensaba usarla como comedor. Arriba había cuatro habitaciones, pero me valía con una, que emplearía para dormir. Eso sí, todo el mobiliario del aula lo cedió don Ángel, el anterior maestro.

Llevaba casi tres meses viviendo en la escuela del pueblo, y se acercaba San Juan. Ya se notaba por el día el calor, cómo la primavera se retiraba y daba paso al estío. Un verano que se presentaba poco caluroso, debido al buen año de lluvia y la gran cantidad de nieve que había en la sierra. Era jueves, al anochecer —no lo olvidaré nunca—; estaba cerrando la escuela cuando se acercó a mí la mujer más hermosa que había visto jamás: era blanca como la nieve, con una larga melena negro azabache y rizada; sus ojos eran como dos eclipses de luna, negros como la oscuridad más profunda. Se dirigió a mí, pero no sé lo que dijo; me había quedado inmóvil sin saber qué decir, abrumado ante tanta belleza. De pronto, mi conciencia reaccionó y pensé que si estaba allí sería porque querría llevar a su hijo a la escuela.

—Señor maestro —dijo con una voz dulce como el almíbar.

—¿Qué desea? —respondí casi tartamudeando, todavía apabullado.

—Me gustaría traer… —«Ya está, quiere que su hijo venga a la escuela», pensé. Pero ella terminó la frase—: Me llamo María y me gustaría que mi prima viniese a la escuela.

—Por supuesto. —Respiré, aliviado—. Me llamo Miguel Quintana, para servirla —me presenté, con voz temblorosa.

—Nos hemos trasladado, llegamos ayer a la finca del señor Mendoza de Guzmán. Mi tío trabajará en las caballerizas, es de los mejores herreros de la provincia y el señor se ha encaprichado de él; mi tía y yo trabajaremos en las labores del palacete.

—Muy bien, puede venir cuando quiera.

La miré fijamente a los ojos, aunque seguía un poco intimidado. Me armé de valor y añadí:

—Si lo desea puedo enseñaros el pueblo y la escuela donde va a estudiar su prima, y así me cuenta un poco más de vos.

Me crecí ante la adversidad. Era una mujer hermosa, y yo un pobre maestro que, la verdad, no había tenido mucha suerte con las mujeres.

—¿Le parece bien mañana por la tarde?, cuando termine mis labores en la casa del señor. Por cierto, traeré a mi prima —propuso ella.

Me quedé enmudecido. Era la primera vez que me atrevía a decirle algo así a una mujer, y esta había respondido que sí. Mi única contestación fue un asentimiento con la cabeza.

 

 

Al día siguiente, esperando el momento, me sentía nervioso, no articulaba dos frases seguidas al dar la clase a mis niños, pero mi conciencia me volvió a advertir: «No te lo creas, ella es una mujer hermosa y tú un maestro más pobre que las ratas». Me miré las ropas y me di cuenta de que era verdad, sobre todo al ver que tenía los zapatos un poco roídos. Normal, eran los únicos que tenía. El sueldo de maestro no daba para mucho, para comer y poco más, pero no me importaba, lo mío era vocación. No lo hacía como un trabajo, sino porque mi pasión era enseñar a esos pequeños y ver que podían aspirar a una vida mejor.

Por fin entraba la tarde, llegarían de un momento a otro. Miraba el reloj de bolsillo heredado de mi padre, el pobre había fallecido un par de años atrás. Marcaba las once y diez, estaría parado, la verdad es que llevaba tiempo sin utilizarlo. Le daba cuerda una y otra vez, pues veía cómo empezaba a menguar la tarde, el cielo se coloreaba de un rojo intenso, la tarde daba paso a la noche, y ellas no llegaban. «Lo sabía, ¿qué podía ver ella en un maestrucho?», pensaba.

Cuando me disponía a cerrar las puertas de la escuela oí una voz en la lejanía de la calle que me llamaba por mi nombre.

—Miguel, espere, espere, no cierre —se oía en lontananza.

—¿Quién va? —grité.

—Soy yo, María —respondió.

No me lo podía creer, había venido. Volví a abrir las puertas, que tenía a medio cerrar, y di las gracias a la llegada del verano, que cubría el cielo con la oscuridad harto tarde.

—La espero, no hace falta que corra —la tranquilicé.

—Ya llego —dijo con voz jadeante.

Llegó a mi lado y apoyó la mano sobre mi hombro, descansando del trote que traía. Al tocarme, un temblor recorrió todo mi cuerpo, jamás había experimentado una sensación como aquella. No sabía qué me pasaba, o no quería saberlo, porque en el fondo de mi alma sabía que me había enamorado de ella.

—Siento haber llegado tan tarde, pero es…

—No importa —no la dejé terminar—, lo importante es que ha llegado.

—Sí, pero me gustaría disculparme por mi tardanza.

—No se preocupe. ¿Y su prima?

—Ya era tarde y mi tía no quería que saliese, dice que las niñas no deben salir tan tarde.

—¿Y a vos sí la ha dejado? —pregunté entonces.

—Tenía que disculparse con vos, dice mi tía que no es de buen grado no acudir a una cita tan importante para su hija.

—Dígale a su tía que acepto sus disculpas, y que venga la niña cuando quiera, que las puertas al conocimiento siempre estarán abiertas en esta escuela. Ahora ¿le gustaría que se la enseñase? —pregunté de nuevo.

—Sí, por qué no —accedió ella.

Le enseñé la vieja casona. María quedó maravillada de los mapas y los pergaminos, y de los juegos de aprendizaje que había, por doquier, en toda el aula.

—Me encantaría saber leer y escribir —dijo, sonrojada.

—¿Y qué problema hay? Estaría encantado de enseñarle —me ofrecí yo.

—Pues el problema es que no sé si sabe que el señor Mendoza de Guzmán no quiere que sepamos leer ni escribir.

—No tiene por qué enterarse —repuse—. Si quieres puedes empezar ahora mismo.

Sonrió y asintió con la cabeza. Pasó el tiempo sin darnos cuenta de que ya había anochecido. Yo estaba embelesado ante tanta belleza; ella, entusiasmada con las historias de escritores y sabios que le contaba, las mismas que había aprendido de mi bendito padre.

—Qué tarde es —dijo María de repente—. Tengo que marchar.

—La acompaño, es de noche y el camino puede ser peligroso —propuse.

—De acuerdo, pero cuando lleguemos debe ocultarse para que no le vean mis tíos ni nadie del palacete, si no mañana tendré problemas.

—No se preocupe —respondí.

Llegamos al camino del palacete. Tenía unos mil quinientos pies hasta la puerta de entrada, muy bien iluminada. Dos grandes candiles colgaban de su pórtico y daban vida a una puerta grandiosa, que parecía hecha por las manos de los mejores ebanistas, con madera de roble, oscura, y con unos grabados espectaculares. El camino se partía en dos al llegar a la puerta: uno era para los señores de la casa y el otro para los criados y esclavos, a los que conducía hacia unos cobertizos donde vivían. El palacete tenía dos plantas y parecía de estilo colonial, o por lo menos eso era lo que había averiguado leyendo unos libros que los marqueses de Alhendín de la Vega de Granada habían dejado a mi padre, tras haber pasado un tiempo en una colonia española de las Américas, quienes al hacer más fortuna se habían vuelto a su Granada natal.

Estábamos escondidos entre unos frondosos arbustos. Si María era hermosa por el día, no puedo explicar con palabras cómo la encontraba cuando la luz de la luna acariciaba su rostro.

—Miguel, me tengo que marchar. Mañana le llevaré a mi prima, y podremos continuar con nuestra clase —dijo.

—Me alegraré mucho de que venga —contesté, nervioso—. ¿Alguna vez has sentido querer pasar el resto de tu vida con otra persona a la que apenas conoces? —le pregunté, acercándome un poco más.

A esta pregunta no me contestó, simplemente me cogió la mano y me besó. Al unirse nuestros labios me entró un tembleque por todo el cuerpo y creo que hasta me cambió la expresión del rostro, porque ella sonrió y se marchó. No pude pronunciar ni un «Hasta mañana». Una sensación de júbilo recorría todo mi cuerpo, desde los pies hasta el último pelo de mi cabeza. Volví por el camino hacia la escuela, silbando y tarareando canciones que ni pensaba que sabía. Dormí como un lirón toda la noche. Una mezcla de sensaciones, emociones, nervios, impresiones y excitación recorrían cada pulgada de mi cuerpo.

 

 

Al día siguiente no veía la hora de que llegase María. Estaba nervioso, no sabía con certeza qué había pasado. Lo único que podía recordar con claridad era el aroma de aquella preciosa dama: olía como los celindos, las flores de los ángeles que se adueñaban de todos los caminos de la vega que rodeaban el pueblo, mezclados con el perfume que se desprendía de los claveles y la flor del granado, que exhalaban su último aliento antes de que llegara el estío.

Pensé que no vendría, y sin saber muy bien por qué medité la idea de ir a visitar a Dolores, la Gitana. Conocía a sus sobrinos que habían asistido a clase durante mis dos primeras semanas y me habían hablado de ella; decían que si se le entregaba la voluntad podía leer el futuro en la mano. Durante aquellos días habíamos tenido un gran debate debido a mi incredulidad ante tales temas paganos. No debía enseñarles solo a leer y escribir, sino también a pensar por ellos mismos, y el mejor método era el de la asamblea o los debates, en los que ellos pudiesen exponer sus pensamientos sin ningún tipo de perjuicio y con toda la libertad del mundo.

Dolores vivía dos calles por encima de mi casona, así que creí que me daría tiempo a visitarla antes de que llegase María. Una vez en la puerta de su casa, volví a preguntarme qué hacía allí, pero un deseo irrefrenable impedía que diese media vuelta. Llamé a la puerta y allí apareció, como si de una sombra se tratase, la Gitana, una mujer mayor vestida por completo de negro. Parecía que llevara luto, y un gran pañuelo negro cubría su pelo canoso, casi blanco.

—¿Qué quieres, muchacho? —preguntó—. ¿Estás seguro de que quieres que te lea la mano?

La vieja sabía a qué iba. Se decía que estas gitanas eran como adivinas, pero que no te podías fiar de ellas porque vivían de eso, y algunas mentían más que hablaban. Pero no podía explicar por qué percibía que ella no era como la describían los campesinos.

—No tengo mucho que ofrecerle —dije.

—Lo sé, muchacho, pero sé lo mucho que te has preocupado por mis sobrinos mientras han ido a tu escuela. Lo único que pido es la voluntad, así que tú sabrás qué me puedes ofrecer a cambio de mi lectura.

—¿Empezamos?, no quiero demorarme demasiado.

—Empecemos, pues. Dame las palmas de tus manos —me pidió.

Me las tomó y las giró, colocando las palmas hacia arriba. Pasó por ellas una ramita de romero y comenzó a entonar una canción que yo no entendía muy bien; creo que la cantaba en el idioma de los gitanos, pero muy bajito, era casi inaudible.

—Eres afortunado —me dijo.

Asentí con la cabeza y pensé que era el hombre más afortunado de la Tierra: tenía un trabajo enriquecedor y el amor fluía por mis venas como un torrente de felicidad.

—El amor está dentro de ti, pero no será así por siempre —advirtió la Gitana.

—¿Qué quiere decir con eso?

Me dijo que en ese momento podía ser muy feliz con la persona que amaba, pero que no estaba muy lejano el día en que tendría que separarme de mi amor por un largo periodo. En la línea de vida de mi mano se leía que pasaría de la felicidad a la desgracia en poco tiempo, así que me aconsejó que aprovechara bien el que me quedaba de felicidad.

No supe cómo reaccionar, una sombra de duda recorrió mi cuerpo. «¿Qué querrá decir la bruja con esto? —me pregunté—. No son más que tonterías de gentes paganas como los gitanos; quién cree que con solo mirarme las palmas de las manos puede predecir si seré feliz o un desgraciado para toda la vida. Bueno, tampoco ha dicho que vaya a ser infeliz para los restos —me consolé—, quítate esos pensamientos de la cabeza», me decía a mí mismo. Mientras, sin darme cuenta, salía de casa de Dolores, que apoyada en la jamba de la puerta esperaba con cara de circunstancias al tiempo que movía un cazo desde el que surgía un tintineo; me reclamaba la voluntad. Solté una moneda de mala gana, y ella me dio la ramita de romero para que no olvidase la consulta que le había hecho. Me dijo que, mientras no perdiese la fe en ese amor, siempre tendría la posibilidad de recuperarlo.

Ya era tarde, así que aligeré el paso por las estrechas calles del centro. Cuando llegué a la casona me encontré a María y a su prima esperando en la puerta de la escuela; era una niña morena bastante guapa. Saludé, sofocado por la presura de la caminata.

—¡De quién son esos ojos tan bonitos! —exclamé, dirigiéndome a la niña.

—Hola, me llamo Elena —contestó la prima, sonrojada.

—Los ojos serán de su madre, que los tiene tan azules como el cielo —terció María.

Las hice pasar al aula y las invité a sentarse en los pupitres. María no apartaba su mirada de la mía, se la veía embobada, aunque sigo sin saber qué pudo ver en mí una muchacha como ella. A mis veinte años, un par más que ella, yo era no muy alto, moreno, con los ojos color miel, ni verdes ni marrones; llevaba una barba de varios días y el pelo muy corto; era de complexión delgada, aunque estaba en forma; tampoco me consideraba feo, había que tener autoestima, pero sin pasarse, pues el narcisismo no era buena compañía, y menos para los pobres.

Pasamos la tarde con el arte de la lectura. A Elena no se le daba mal, algo sabía ya, y María me sorprendía muy gratamente por el entusiasmo con el que quería aprender.

—María, no se aprende en tres días, hay que ser paciente —le indiqué.

—Ya, pero estoy emocionada por saber qué pone en esos libros —me contestó sonriendo.

La tarde se pasó en un suspiro y acompañé a las dos damas de vuelta al palacete. Al llegar a los arbustos, María le pidió a su prima que se adelantase porque tenía que decirme algo, y la chiquilla se fue sin rechistar, pero con una sonrisa picarona, como adivinándolo. Ella me volvió a coger de las manos y me dio otro beso, este un poco más apasionado que el de la noche anterior. Antes de que se marchara le pregunté por su familia, y ella me dijo que era una triste historia y que no quería recordarla, que lo único que importaba era que por causa del destino estaba allí en el momento y el lugar adecuados; además de tener una parte de la familia que la quería y la protegía me había encontrado a mí.

 

 

Así pasamos casi un año entero, viéndonos a escondidas para que nadie supiese de nuestro amor. María ya había aprendido a leer y eso hacía más fácil la relación, ahora podía escribirle cartas y ella podía leerlas cuando no nos veíamos. Elena, que era la única que sabía nuestro secreto, nos hacía de correo y otras veces, muy a pesar mío, de carabina.

El día de San Juan del año 1807 se aproximaba, la fecha perfecta para declararle a María mi amor. Esa noche los vecinos encendían hogueras para celebrar la llegada del solsticio de verano y con el fuego darle fuerza al sol, así los días serían más largos. También pedían deseos y se quemaban los malos augurios. Encendí una hoguera en un promontorio en los límites del pueblo que los campesinos llamaban de la Campana, porque desde allí se podía oír la de la torre de la Vela de la Alhambra. Cuando llegamos le dije a María que pidiera un deseo, ella cerró los ojos y no dijo nada, solo sonrió. Había llegado el momento, y la cogí de la mano para explicarle todo lo que llevaba tantos meses esperando contarle: que la amaba con locura, más que a mi vida; que era la mujer de mi vida y que solo vivía por ella.

Me armé de valor y, acariciando su delicada mano, me pronuncié:

—¿Quieres pasar el resto de tu vida junto a mí?

—Claro que sí —contestó.

El corazón me latía con rapidez, tan alígero que parecía que se me iba a salir del pecho. Me controlé, y girando su pequeña mano puse en su palma un anillo que había pertenecido a mi madre. A la pobre no llegué a conocerla, murió cuando yo nací, pero mi padre, antes de morir, me lo había dado pidiéndome que se lo entregara solo a la mujer con la que quisiera pasar el resto de mi existencia, que nunca me desesperase y que solo lo hiciera cuando estuviese seguro, pues tarde o temprano encontraría el amor de mi vida, al igual que él mismo lo había hecho. Yo me reía cuando me decía esto, pero cuánta razón tenía.

—Qué preciosidad —dijo María.

Aquel era un hermoso anillo, radiante como el sol; una flor semejante a una rosa. No era muy grande, pero sí una obra de arte. La mezcla de los colores oro, amarillo, blanco y, por último, rojo hacía de él una pieza única.

—No tan hermosa como tú —contesté.

Saqué un cordón y le anudé el anillo, hice que María se girase y levantándole la larga melena lo até en su esbelto cuello. De esta manera nadie sabría de nuestro amor y podría llevar siempre con ella la demostración de mi querer.

Me dijo que se lo iba a contar a sus tíos para que me diesen el visto bueno, pero que tendría que esperar a que el señor no estuviese en el palacete. Asentí y nos fundimos en un beso a la luz de aquella hoguera.

 

 

Llegó Año Nuevo, y el momento que tanto anhelaba se aproximaba porque los señores Mendoza de Guzmán iban a pasar las fiestas en la capital con parte de la nobleza de la provincia. Manuela Altamirano y Escobedo, marquesa de Alhendín de la Vega de Granada, era la anfitriona en su pequeño palacio de Granada. María me iba a presentar a sus tíos para que nos diesen su bendición.

El día 1 de enero de 1808 me puse mis mejores galas y acudí al palacete de los señores marqueses. Al mediodía me presenté en la puerta de los cobertizos accediendo por el camino de servicio. Toqué la campana que colgaba del soportal del cobertizo. Me abrió un hombre rudo; era alto, fuerte, y llevaba una espesa barba blanca. Me pidió que pasara. En aquella pequeña entrada no se veía ni se oía a María ni a Elena. Me invitó a que me sentase en la silla que había allí, al lado de un perchero de forja.

—¿Qué intenciones tienes con mi sobrina? —me dijo con un tono muy serio.

—Le he pedido que se despose conmigo, porque quiero hacerla feliz para el resto de su vida —respondí con convicción.

No replicó nada. Me invitó a pasar a la cocina, toda ella de forja. Se notaba el oficio; allí no era apto aquel refrán: en casa del herrero, cucharón de palo.

Un silencio sepulcral invadió la estancia hasta que por fin llegó la tía de María, Amelia, una mujer que, pese a su edad, se conservaba muy bien. Era morena, voluptuosa y muy expresiva. Me dio dos besos muy efusivos en la cara y un gran abrazo, como si me conociese de toda la vida. Por el intenso encuentro deduje que me habían aceptado como parte de la familia.

—Siéntate, que ya llegan María y Elena, y podremos almorzar —me dijo, casi obligándome a ello.

—Por supuesto, señora.

Empezó a reírse, casi a carcajadas, y me dijo que entre los pobres no existía eso de «señora». En ese momento apareció María y nos sentamos todos a almorzar. Su tía nos obsequió con un puchero de garbanzos, pan recién hecho y, de postre, arroz con leche. Quería que repitiera con todos los platos; sin embargo, además de ser de poco comer, me saciaba solo con el olor, el aroma intenso de aquella cocina, al que no estaba acostumbrado.

Pasamos un buen rato charlando al calorcito de la chimenea. Les conté algunas hazañas rescatadas de libros de héroes como la Odisea de Homero, con las aventuras de Ulises, y las de don Quijote, de Miguel de Cervantes. María no se separó de mí en todo el día, irradiaba felicidad.

Llegó la tarde y tenía que despedirme, no sin antes concretar con el tío la pedida de mano de su sobrina. Él me dijo que cuando llegase la primavera volveríamos a hablar de esa cuestión, que por ahora podía verla, pero nada más.

 

 

El intenso frío dio paso a la llegada de la primavera y los granados se cargaban de flores; se presentaba el mes más esperado del año. Durante la festividad de San Marcos, el tío de María estipuló que mayo sería el mes apropiado para la pedida de mano. Hablaría con el patrón, pues, aunque este fuese un hombre estricto y un poco cruel con sus empleados, en el fondo quería lo mejor para ellos, y si María era feliz conmigo, pues que así fuese. Deberíamos ocultarle que yo era el maestro del pueblo, aunque no creía que me conociese: nunca acudía al pueblo, tenía pavor a relacionarse con los plebeyos, y más fuera de su terreno.

En la mañana del 3 de mayo de 1808, todavía no había amanecido cuando un estruendo me despertó. Alguien aporreaba la puerta de la casona. Era Antonio, el sobrino de Dolores, la Gitana, al grito de:

—¡Señor maestro! ¡Salga, señor maestro!

Me puse unos pantalones y bajé raudo las escaleras, abrí la puerta y allí me lo encontré.

—¿Qué pasa, Antonio?

—Señor maestro, Madrid se ha levantado en armas contra los franceses —respondió.

Se suponía que los franceses eran aliados de España y que iban a cruzarla en busca de los portugueses, pero nada más lejos de la realidad.

—Me he enterado de que están reclutando a todos los jóvenes de entre dieciséis y cuarenta años —añadió.

—Será voluntario, ¿no?

—¿Usted cree? —replicó.

En efecto, el general suizo Teodoro Reding, gobernador de Málaga y al servicio de España, con su regimiento suizo número tres, estaba reclutando a jóvenes de todos los puntos de Andalucía, sobre todo de la mitad oriental del territorio. Reunió a un total de diecisiete mil hombres entre campesinos, jornaleros, orfebres, albañiles, maestros y herreros, pero pocos soldados o gente experimentada. Se contará en los libros de historia que fueron jóvenes héroes que se alistaron voluntariamente, pero no para todos fue así: muchos fuimos obligados, reclutados sin que importara nuestra decisión de participar o no en la contienda.

Nunca me habían gustado los conflictos; no me había peleado jamás, ni de niño, y ahora tenía que ir al frente. Esto no significaba que fuese un cobarde, sino que prefería preparar intelectualmente a nuestro futuro, a los hijos de mis vecinos, porque siempre tuve la convicción de que un país era más rico cuanto más inteligente era, y si el analfabetismo español era casi absoluto poco podría progresar y enriquecerse nuestra patria. No era el momento, no quería hacer de la rabia mi bandera, porque es a lo que lleva una guerra: al odio, a la rabia y a la muerte.

Antonio partió a comunicar la noticia al resto de los vecinos. Me quedé mudo, no sabía cómo reaccionar; había esperado casi un año para que llegase tal día y… «Si al final la bruja va a tener razón —pensé—. No debo demorarme, también dijo que no desperdiciara el tiempo de que disponía», me dije.

Rápidamente corrí hacia el palacete de los señores Mendoza, tenía que ver a María antes de que llegasen los soldados que nos alistarían en las milicias. Entré por el camino de los cobertizos, pero allí no encontré a nadie. La noticia había llegado hasta el palacete y el señor había reunido a todos sus sirvientes y jornaleros en el jardín trasero. Les dijo que tenían que ocultar todo lo de valor, y que los iba a instruir en el manejo de los mosquetes y las pistolas de pedernal que poseía, nada fáciles de utilizar. Don Luis Mendoza de Guzmán había adquirido todas esas armas de fuego en las Américas, tenía una hacienda allá y viajaba todos los años al menos una vez. Además, estaban los trueques con sus amigos de la nobleza andaluza, que eran unos apasionados de las armas.

Esperé allí sentado hasta que terminaron la reunión y María se acercó.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó.

—¿Te has enterado de que van a reclutar a todos los hombres de entre dieciséis y cuarenta años? Necesito que vengas esta tarde a la escuela, cuando termines tus labores, por favor.

Ella se limitó a asentir. Tenía la cara pálida como la nieve que ya desaparecía de la sierra.

Por la tarde llegó a la puerta de la escuela, yo estaba esperándola, nervioso. Le pedí que me siguiera, pero sin levantar muchas sospechas, pues siempre había malas lenguas escondidas por todos los rincones del pueblo, y no era necesario que el señor Mendoza se enterase de quién era el prometido de su sirvienta. Ya estaba anocheciendo, era el momento perfecto. Llegamos a la iglesia de la Virgen de la Aurora, en el centro del pueblo, una iglesia pequeña de estilo mudéjar. Me cercioré de que no hubiese nadie, las viejas beatas ya habían terminado el rosario y el cura estaría empinando el codo en la tasca del pueblo, la taberna de Frasquita. Nos situamos enfrente del altar. En una silla había colocado un vestido blanco, y encima de este, una diadema hecha de margaritas, blancas y amarillas. María se quedó mirando el vestido y, antes de que pudiese decir nada, me armé de valor y le pregunté:

—María, posiblemente tenga que partir al frente. ¿Quieres casarte conmigo ante los ojos de Dios?

—Sí —contestó con la mirada húmeda.

La invité a que se vistiese. La diadema la había hecho esa misma tarde y el vestido había pertenecido a mi madre; padre lo guardaba en el baúl, decía que le traía muy buenos recuerdos. Qué pena que ninguno de los dos pudiese estar allí, me consolaba pensando que me estarían observando desde los Elíseos. Mientras, María se preparaba en la sacristía; lo único que faltaba era que llegase el cura, un amigo mío de la niñez: el padre Fernando. Íbamos juntos a la escuela de mi padre, pero al cumplir los dieciséis años entró en el seminario.

María salió de la sacristía, y yo me quedé asombrado ante tanta belleza. Su tez pálida brillaba frente a la luz de las velas; la diadema blanca rodeaba aquella melena larga y negra como la noche. Se acercó a mí muy lentamente, cada paso suyo parecía una eternidad. Ansioso, emocionado y embelesado, no podría describir mi estado de ánimo al verla. Por fin se reunió conmigo en el altar, y el padre Fernando, anonadado ante tanto amor, no perdió un instante y comenzó la celebración de nuestro matrimonio. El padre dijo que no nos casaría en latín porque ese amor que se podía ver en nuestros ojos merecía ser entendido.

—Miguel y María, nos hemos reunido aquí, en secreto —dijo sonriendo— para uniros en matrimonio. Lo único que quiero es que os améis el uno al otro con el mismo amor que demostráis esta noche.

Continuó con la celebración y finalmente unió nuestras manos con un lazo blanco, puro e inmaculado como nuestro amor.

—Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre —concluyó.

Una vez que hubo terminado, nos besamos apasionadamente, hasta que el padre nos dijo que dejásemos algo para después. Nos felicitó y nos dijo que ojalá durásemos mucho tiempo juntos.

Cuando el padre Fernando hubo montado en su burra y lo vimos marchar por el camino, subimos hasta el campanario. Allí saqué una navaja, me introduje dentro de la campana y, mientras María me alumbraba con una vela, imprimí nuestras iniciales, las dos emes.

Sin que nadie se fijase en nosotros, salimos de la iglesia y nos dirigimos al promontorio de la Campana, al mismo lugar donde justo un año antes, la noche de San Juan, le había pedido la mano delante de una hoguera. Encendí un fuego, pues, aunque estábamos en primavera, en este pueblo, y más en ese terreno, al anochecer hacía bastante frío. Coloqué una manta en el suelo, nos abrazamos, nos miramos y le dije que tenía un regalo para ella: quería que el anillo que le había regalado estuviese acompañado de otra joya. De este modo la giré y le anudé otro colgante en su hermoso cuello; este tenía un cordón un poco más largo, lo suficiente para que la joya quedara cerca de su corazón. María la cogió con ambas manos y se quedó maravillada al contemplar aquella turmalina negra como el color de sus ojos, abrazada por una red de destellante plata semejante a la luz de las estrellas en la oscuridad de la noche.

—¿Quieres que te cuente la leyenda del ojo de Farida? —propuse.

De repente, María puso un dedo en mis labios y dijo:

—Me contarás la leyenda en otro momento.

Y comenzó a desnudarse. Su cuerpo parecía tallado por el mismo Dios: era perfecto, con aquella piel blanca como la nieve que coronaba el pico más alto de la sierra. Tenía las mejillas enrojecidas por el calor de la hoguera, y los labios rojos como el ocaso. Sus pechos, cubiertos por su larga melena negra, dejaban entrever el rosáceo de su piel. Se acercó a mí. Estaba nervioso, como el primer día que la vi; temblaba, pero ella, abrazándome, me dijo que me tranquilizara. Me desnudó muy lentamente mientras nos besábamos, y terminamos en el suelo haciendo el amor y fundiéndonos en uno solo.

Al alba, me desperté. El fuego se había extinguido, solo quedaban cenizas y un intenso olor a humo. Allí estaba, acurrucada junto a mí, mi amada María. Mientras la miraba se detuvo el tiempo, dejé de pensar, solo quería estar a su lado. El sol seguía su camino y ascendía lentamente; una ligera brisa acarició el pelo de María y la despertó. Desperezándose, me abrazó, y el mundo se detuvo ante nosotros.

—Buenos días, marido —dijo sonriendo.

—Buenos días, mujer —le contesté.

—Deberíamos irnos, mis tíos estarán preocupados.

—Lo que desees —accedí, aunque no quería volver. Sabía que me estarían esperando para llevarme al frente.

Recogimos y marchamos hacia el pueblo. María estaba más bella que nunca, y eso me irritaba porque seguro que me tendría que marchar de su lado, y solo Dios sabía si volvería. «Acuérdate de lo que decía la Gitana —pensaba—, estaré alejado de ella solo un tiempo, después volveré a su lado, hay que ser optimista», me decía una y otra vez.

La dejé junto al arbusto de la entrada del palacete de los señores. Y allí nos despedimos.

—Miguel, ten…

Antes de que terminara la frase, le puse un dedo en los labios y le dije:

—No hagas de esto una despedida. Volveré a por ti. Estés donde estés, te encontraré y volveremos a estar juntos. Cada vez que toques el ojo de Farida, acuérdate de mí. Y, por favor, no llores, no quiero recordarte llorando, estás más guapa sonriendo.

Ella, haciendo un esfuerzo, me sonrió y me besó, quizá por última vez. Me quedé allí, inmóvil, viendo cómo se iba. Al llegar al camino de los cobertizos, se volvió y me sonrió de nuevo; luego se esfumó, como si de un recuerdo se tratase.